viernes, 25 de julio de 2008

Sin recreo: niños sobreexigidos

Publicó Acción Digital
Segunda quincena de julio de 2008

Idiomas, computación, música, deportes y talleres de todo tipo llenan la agenda de una generación de chicos sin tiempo para jugar. Con padres apurados por verlos triunfar y un mercado ávido de nuevos consumidores, ellos enfrentan, como pueden, presiones propias del mundo adulto. Estrés infantil, sobreadaptación y psicofármacos


Por Maria Jose Ralli

Alicia tiene sólo cuatro años. Desde los dos aprende francés, el idioma que ama su madre y que también habla. Tímida, cuando alguien le pide que hable en francés, la nena se pone colorada y apenas pronuncia unas palabras. La mamá la mira seria, y cuenta que acaban de volver de un viaje a París, a donde la llevó para ver a su abuelo y, de paso, familiarizarse con la lengua. “La verdad, el viaje estuvo lindo, pero Alicia no habló tanto en francés como yo esperaba”. Los padres esperan mucho de sus hijos, a veces demasiado. Más de lo que los niños pueden o quieren, a una edad donde lo primero –y lo más divertido– es el juego. Idiomas, computación, música, deportes, pintura, talleres de expresión. Una agenda completa que se suma a la escolaridad y hace que la jornada de los chicos se vuelva tan completa y agotadora como la de los adultos. O más aún. Las cuatro horas de clase que eran la norma hace algunas décadas se van extendiendo, sobre todo en los hogares de clase media y alta, a seis, siete y hasta ocho, con la consiguiente reducción del tiempo libre, en una sociedad donde el ocio se vuelve un bien demasiado escaso. La tendencia a la doble jornada crece también entre las escuelas públicas: en el caso de la ciudad de Buenos Aires, la oferta de jornada completa se incrementó un 16% en una década. Hoy las escuelas que la ofrecen son 245, frente a 207 de jornada simple.
Pero, ¿hasta dónde el deseo de los padres por ver crecer a sus hijos en el camino hacia el éxito es lo que los más pequeños desean y necesitan? La sobreexigencia es una mochila muy pesada. Las jornadas llenas de compromisos presionan a los chicos, muchas veces por una necesidad de cubrir horas en que los padres están ausentes y, otras tantas, por la avidez de crear talentos o futuros “ganadores” en una sociedad que aún vive las consecuencias del brutal proceso de exclusión de los 90. En este contexto, psiquiatras y psicólogos especializados en infancia y adolescencia alertan sobre la creciente cantidad de casos de estrés en edades tempranas. Ser el líder, el mejor, tiene su precio. Demasiado caro cuando se trata de niños.
Al menos así lo ven los adultos, quienes temen que sus hijos arriben al futuro sin las herramientas que ellos consideran necesarias para defenderse. Los profesionales aseguran que cada vez son más los padres preocupados por los comportamientos de sus hijos y su estrés, muchas veces provocado por las propias presiones familiares. Y si bien no existen cifras oficiales, se estima que las consultas por estos temas crecieron en un 50% en los últimos dos años, con el agravante de que los pacientes tienen cada vez menos edad.
Planificar actividades sin escuchar los deseos de los chicos y ocupar el tiempo de manera indiscriminada sin tenerlos en cuenta ni indagar en sus preferencias empobrece la creatividad y restringe la posibilidad de que, improvisando en el uso del tiempo libre, los niños investiguen, descubran el mundo. Incluso procedimientos como la estimulación temprana, el método que el pedagogo americano Glenn Doman puso en práctica en la década del 40 en su Instituto para el desarrollo del potencial humano de Filadelfia, basándose en la idea de que desde los 0 hasta los 3 años es cuando los niños aprenden más y mejor, fue dejando paso a herramientas de perfeccionamiento, a máquinas de crear genios, apartando la posibilidad de los procesos espontáneos. El deseo de que todo se aprenda, y ya, de manera inmediata, atenta con la libertad de los más chicos. La libertad de elegir, de crear sin limitaciones, de ser legítimos en sus expresiones y de prescindir, al menos durante algunas horas por día, del control de los adultos. El renombrado pedagogo italiano Francesco Tonucci lo ilustra con una frase: "Quiero una cancha de fútbol sin entrenador". Es que, en muchos casos, las presiones del mundo de los adultos pueden invadir también los espacios reservados para el juego, que se convierte así en una obligación más: juguetes didácticos para que no “pierdan el tiempo” mientras se divierten, películas para pequeños genios, torneos deportivos con un público de padres demasiado fervorosos, en ocasiones violentos, en su deseo de que ganen sus hijos, como si, en lugar de jugar, los niños se estuvieran jugando la vida. Tonucci es terminante: “Los niños están hartos de adultos”. Hoy, agrega, los chicos no juegan a la pelota, van a estudiar fútbol.

Porque sí
Si se les preguntara a los chicos qué quieren hacer en cualquier momento del día, cualquier día de la semana, la respuesta será –sin dudarlo ni siquiera un segundo– “jugar”. A ninguno se le ocurriría decir “quiero aprender a tocar el piano”, “estudiar francés”, “practicar violín”.
Jugar, algo tan simple como importante. Placentero, por sobre todas las cosas, pero también necesario. El juego permite cambiar roles, expresar sentimientos, elaborar situaciones, descargar tensiones. El juego es un vehículo para la adquisición del lenguaje y ayuda al niño a asimilar las experiencias que tiene y así lograr su propio entendimiento del mundo. Es, principalmente, el lenguaje de los más chicos, a través del cual se comunican con el otro. Mientras juegan expresan deseos, fantasías y temores, su percepción del mundo y de ellos mismos. “Todas y cada una de las adquisiciones que un niño hace, las hace a través de la actividad del jugar”, señala al respecto el psicoanalista Ricardo Rodulfo, quien alude así a los procesos más simples de la vida infantil, pero también a los más complejos. Por ejemplo, “la rica vocalización del bebé durante el primer año de vida es un despliegue de juego sonoro que constituye la vía para la adquisición del lenguaje propiamente dicho. Si esta vía se ve cerrada o seriamente interferida, el efecto será el mutismo o diversos grados de ecolalia. En este sentido, diversos disturbios en los procesos de aprendizaje durante la niñez y la adolescencia hallan su causa en tempranas patologías del jugar”.
Jugar es imprescindible para el desarrollo psíquico, pero además es sencillo, fácil y gratis. Tonucci, cuyas ideas contradicen en muchos aspectos el sentido común acerca de qué es o debería ser un niño, qué quiere y qué necesita, viene insistiendo desde hace años en la necesidad de garantizarles a los niños algo que parece simple, pero que muchos padres no están dispuestos a aceptar: unas horas de juego al día, tanto o más importantes que las horas de sueño. En otras décadas, cuando las teorías de autores como Freud o Piaget –o sus versiones de bolsillo– no estaban al alcance del padre promedio, a los niños no se los tenía en cuenta. “El niño era un animalito simpático y querido, pero lo importante era que pasara esa temporada de la infancia, que no valía nada, y llegara el momento de la adolescencia y la juventud, para ser como nosotros”, asegura Tonucci. Hoy, en cambio, se sabe que los niños “son importantes” Y, por eso, “no tienen que perder el tiempo”. Mientras nosotros seguimos jugando a la pelota todas las veces que podemos, hay niños que no pueden ver el balón porque están hartos del instructor. Con esto, “el tiempo libre de los niños ha desaparecido”.
La psicoanalista Beatriz Janin da una vuelta de tuerca relacionada con la situación particular que viven las familias argentinas desde que, en la década del 90, fueron testigos y protagonistas de un profundo proceso de fragmentación. “Vivimos en una sociedad excluyente y la idea, todo el tiempo, es que la gente está como en un borde y se puede caer. Se supone que si un chico no cumple con los requisitos de la escuela, se cae del sistema. Entonces hay que hacer el esfuerzo que sea para que no se caiga, tiene que ser eficiente, tiene que producir”.
Pero no se trata, para la especialista, de la misma exigencia que los padres inmigrantes de mediados del siglo XX ponían en la esperanza de que sus hijos llegaran a ser médicos, abogados o ingenieros. “No es la idea de M’hijo el dotor, sino una exigencia basada en una situación de angustia. Ni siquiera es una exigencia para triunfar, es una exigencia para no caerse, para no quedar afuera. Es una exigencia desde la angustia de los padres, que promueve también mucha angustia en los chicos . En esta sociedad fragmentada donde vale más producir, lograr, llegar, la presión por el éxito forma parte de lo cotidiano. Los adultos enloquecen a su ritmo, y los chicos van prendidos a ese tren. Estar entrenados, tener training desde la infancia ya es parte de su formación y educación. Algo que no es saludable, y trae también consecuencias”.

A cualquier precio
La sobreexigencia infantil es una problemática que se da en todo el mundo, y la Argentina no es la excepción. Y enciende cada vez más alarma, porque además de efectos psicosomáticos como el asma, enfermedades gastrointestinales o ataques de estrés o pánico, aparecen problemas de conducta y de aprendizaje. En muchos casos, estos trastornos son síntomas que responden a situaciones que a los padres les cuesta ver, como angustia o miedo, que no se manifiestan en el juego porque las agendas apretadas de los chicos les impiden divertirse y manifestar sus emociones.
En los Estados Unidos, el 10% de los niños menores de diez años está medicado como resultado de haber sido diagnosticado como ADD (siglas en inglés del Trastorno por Déficit de Atención). En la Argentina, los datos no son oficiales, pero se calcula que entre un 3 y un 5% de la población educativa de nivel primario ha sido diagnosticada con este síndrome que despierta desde hace años polémicas y cuestionamientos en el campo de la salud. Más de 150 profesionales argentinos advertían hace ya dos años, en una carta abierta al Ministerio de Salud, que muchos niños estaban siendo medicados desde edades muy tempranas “como solución mágica frente a las dificultades escolares”. “El consumo de psicofármacos para niños –señala al respecto el psicoanalista Juan Vasen– es muy intenso en nuestro país y se encuentra liderado por el metilfenidato”, una droga cuyo volumen de ventas constituye, sobre todo en los Estados Unidos, un verdadero fenómeno de ventas, a pesar de los riesgos que entraña, ya que se trata de un tipo de anfetamina que la propia DEA ha catalogado como de “alto potencial para el abuso”.
Estar más atento en clase, soportar largas jornadas de estudio, volverse, en palabras de un estudio de la Universidad de Lausana, Suiza, más “dócil y manejable”: todo es posible con tratamiento farmacológico. Hay algo que sin duda no anda bien. Es el reflejo –al menos en parte– de una sociedad que corre detrás del éxito a cualquier costo, y que no todos alcanzan. “En estos tiempos hay niños que enfrentan presiones sobrehumanas de eficiencia. Expectativa casi robótica ante la cual Tiempos modernos podría pasar por una película filmada en cámara lenta”, asegura Vasen. Los chicos “son sujetados a un marcapasos social que suele asumir un ritmo cocaínico, y que les impone las pilas para que puedan andar a mil. Con lo que no sólo dejan de ser niños, casi dejan de ser humanos”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buena entrada! estoy muy de acuerdo con todo esto.
soy profesor hace 4 años y la verdad que me doy cuenta de todo esto
los de Kraft Foods Argentina hacen visitas a los colegios para ayudarlos con la alimentación, creo que es una muy buena forma para ayudarlos